Admitiré que antes de haber visto La piel que habito, la nueva película de Pedro Almodóvar, había perdido, por decirlo de alguna manera, la fe que tenía en el Dios del cine español. Desde Todo Sobre Mi Madre, su oscarizada cinta de 1999, sus producciones habían estado tambaleándose en esa cuerda floja que diferencia a las obras maestras del cine de las películas pretenciosas en apariencia y flojas en contenido. De hecho, creo que solo Volver llegaría a superar esa acrobacia que ha planteado su última etapa cinematográfica.
Pero La Piel que habito es otro cantar, y como el canto de las sirenas, nos va atrayendo al cine para ver qué nuevas ideas ha tenido esta vez el querido director manchego. Con Todo sobre mi madre en la mente como modelo insuperable me adentro en una extraña primera media hora de metraje que me hace pensar que estoy ante otra vanidosa cinta almodovariana, con momento surrealista carnavalero incluído, y acabo pensando que he perdido mi tiempo y mi dinero. Me encuentro con una escena en la que Elena Anaya está encerrada en una casa de campo, al cuidado de Marisa Paredes (Qué ilusión volver a una de las grandes mujeres Almodóvar de nuevo) La reclusa viste un extraño body de tela y tiene un comportamiento inusual. La casa pertenece a un cirujano, interpretado por un correcto Antonio Banderas (Pero lo admito, nunca le he visto nada especial a este actor, por lo que no puedo dejar de calificarlo con un rácano “correcto”) que investiga los transplantes de piel y cara, y ha creado una piel perfecta (Mediante investigaciones transgénicas con humanos -Completamente prohibidas- que ha realizado en su clínica-casa de campo)
Si sumamos dos más dos nos podemos imaginar ya desde este primer momento de qué va la película pero… De repente y como un huracán, empiezan a llegar datos, unos flashbacks bien utilizados, y comienzan a florecer los sentimientos de los personajes (especialmente los sentimientos más bajos) Y mientras yo empiezo a replantearme mi malestar por haber ido al cine a ver la película, me acomodo en la butaca y disfruto de una historia con una trama original y fresca, fantásticamente estructurada… Y si la primera media hora fue larga y tosca, ahora todo tiene sentido… Y esas interpretaciones correctas me van pareciendo estupendas, y ese tono de vanidad se convierte en una serie de genialidades, que una tras otra van hilando un argumento de tensión, de pasiones personales y obsesiones, de deseos de venganza y del poder de querer sobrevivir.
Y sí, hay exageración, y hay mucha ficción en una historia que pretende emocionar por ser realista. Pero estamos hablando de Almodóvar, el mismo que mitificó una escena de lluvia dorada en Pepi, Luci y Bom y otras chicas del montón. El mismo que metió a Fele Martínez en una vagina gigante, o creó un convento que donde las todo-menos-beatas monjitas albergaban a un tigre… La transgresión sigue viva, aunque en esta ocasión sea dejando de lado a las prostitutas y a los curas pedófilos y adentrándose en algo diferente. Gracias señor Almodóvar… De nuevo me ha hecho salir del cine con satisfacción.
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